Cómo debe divertirse mi
profesora de lengua, aquella de la que les hablé el mes pasado, al ver que
nuestro país
se convierte sin ningún pudor en una comedia del Siglo de Oro.
Nos movemos a diario entre crónicas que hablan de
malandrines y bellacos, de pillastres de todo calado en un resurgir de las
figuras literarias del XVIII que al final, visto lo visto, son las que
configuran esta sociedad española tan dada, ay, a la triquiñuela. Debe estar en los genes,
supongo.
Tenemos un Quijote al mando,
que por no ver ni ve gigantes ni ve molinos, ni ve la prole de alfaraches y
lazarillos que le crecen entre las barbas. Tenemos nobles metidos a pilluelos y
hasta clérigos
que actúan
como legisladores, aunque sea de tapadillo. No deja de sorprender que de toda
la soberbia producción de aquella época, es la picaresca y el engaño lo que nos haya quedado.
Porque hablando de figuras
literarias, otros países pueden lucir a Robin Hood, que robaba a los ricos para
darlo a los pobres, a Beowulf, luchando contra seres terroríficos por su pueblo, o hasta
ese Rey Arturo, adalid de las causas nobles y del esfuerzo por gobernar con
justicia. Aquí,
bueno, aquí
tenemos al Buscón
de Quevedo o al Lazarillo de Tormes, y claro, con tan ilustres ejemplos es
normal que nuestros mandamases hayan visto el campo abierto para sus fechorías.
De arribistas trampeadores y
devotos hurtacepillos andamos sobrados, ni qué decir de sobornadores de postín, de fingidores profesionales
y de artistas del donde dije digo, digo Diego. El ADN de nuestro país lo forman dos cadenas de pícaros y ladrones que de cuando
en cuando se saltan un eslavón y dan cabida a un ciudadano justo.
Estoy exagerando, no me
entiendan mal, aunque a ver quién al comer ficha, pudiendo contar veintiuno se pone medalla
en pecho por quedarse en contar veinte. Que aquí ya nos conocemos todos y
nuestro juego nacional es el mus, ése de mentir por señas.
Sin embargo estoy seguro que
en algún
lugar de España,
quizá
escondido o muy buen disimulado, hay un político más afín a libros de caballerías que de picaresca. Lo que
pasa es que le debe dar vergüenza asomar la cabeza, ha de sentirse como el patito feo
entre tanto cisne de cuello alto y bolsillo lleno.
Pero todo tiene un lado bueno,
créanme,
y ahora estamos asistiendo a un resurgir también de la importancia del
lenguaje, de la semántica y de los requiebros del vocabulario. En otras
palabras, cómo
no decir lo que no hay que decir, y que parezca que se ha dicho algo.
Los esfuerzos de los políticos en este campo es como de
triatlon intenso, no debe ser fácil escapar en cada declaración por la gatera. Y qué decir de los periódicos, intentando no pillarse
los dedos al escribir lo que no pueden probar. Total, un lío divertido para disfrutar del
poder mágico
de las palabras.
Lo que nada tiene de divertido
es el contenido. Esa conjunción espacio temporal de democracia y picaresca en la que las
leyes y las palabras se utilizan para encumbrar y enriquecer a nuevos pícaros, esta vez profesionales.
La última, la de “todo lo que se ha dicho es falso,
salvo alguna cosa”,
no se le hubiera ocurrido ni a Quevedo.