
No está
la cosa para viajes, ¿verdad? Las escapaditas de verano quedan reservadas ya
para unos pocos, a pesar de que nuestro ministro canarísimo nos lance puyas con
eso de que no fomentamos el turismo español, sin fijarse el amigo en que entre
la subida de todo menos de los salarios, la alegría en las tasas aeropuertarias
y la política de precios de nuestras –las dos, lo mismo son– queridas
aerolíneas insulares nos han terminado por encerrar, aisladitos y sin poder ir
a ver a la madre o al novio a la isla de enfrente. Como para viajecitos de
placer estamos.
Sin
embargo, por suerte tenemos y siempre hemos tenido una manera de visitar esos
lugares que ansiamos sin pagar tasas absurdas, sin límite de equipaje y sin
certificado de residente, no vaya a ser que carguemos calzones de más o
mintamos en nuestro DNI. Y esa manera de viajar de gorrilla, casi igual que
nuestro ministro, es la literatura.
Recuerdo
que hace años, en una de esas semanas de fiebre y cama que me daban a veces,
reencontré una novela olvidada que mi madrina me había regalado tiempo atrás y
que me resistía a leer –yo es que de niño leía, si acaso, mortadelos–, por
alguna manía persecutoria contra eso de los libros gordos. Se llamaba ‘La Esfinge de los Hielos’, dónde andará, y resultó ser un
novelón de Julio Verne que seguía la estela de la novela inconclusa de Edgar
Allan Poe ‘La Narración de Arthur
Gordon Pym’. Pues ahí me vi,
acompañando al narrador por toda la Antártida, aprendiendo de Amundsen y Scott
y persiguiendo a una ballena.
Y a
propósito de ballenas, mi primer viaje en barco lo hice a bordo del Pequod
a la caza de Moby Dick. Ya conocía Barcelona antes de pisarla, gracias a ‘La Sombra del Viento’, y tras leer la trilogía Millenium
de Stieg Larson casi me hago una idea de cómo moverme por Suecia. Algo parecido
me pasa con París, que desde Victor Hugo a Anne Rice me han enseñado en todas
sus épocas.
Londres es
como mi segunda casa. La literatura victoriana casi resulta un mapa de sus
calles y recovecos, que he recorrido mil veces con Sherlock Holmes o Dorian
Grey, por ejemplo. Podría moverme con soltura por Transilvania, o por Suiza
siguiendo los pasos del barón revividor, y recorrer el Nilo de vacaciones con
Agatha Christie. Si has leído a Dan Brown, una ciudad como Roma no tendrá
secretos para ti.
Pero no
siempre queremos viajar por nuestro globo, quizá queremos evadirnos a lugares
que no existen, dando así en las narices a todas las aerolíneas y ministros de
postín. No estaría mal visitar la Tierra Media para elegir un nuevo anillo o recorrer
esos siete reinos de Poniente donde por nada acabarías sin cabeza. Pero ojo
porque en estos viajes sin brújula ni guía has de tener cuidado, no vaya a ser
que te enamores del lugar y luego no quieras volver, y es que hoy en día casi
apetece quedarse en Fantasía, ser un caballero de la Dragonlance
o dejar pasar el tiempo en aquel pequeño planeta junto al Principito.
Pero en
todas partes cuecen habas, como dicen. Así que igual prefiero leer para viajar
a la segunda estrella a la derecha y directo hasta el amanecer que pagar tasas
desorbitadas y cargar maletas cada vez más pequeñas para visitar playas
asfaltadas por hoteles con impolutas licencias invisibles.