miércoles, 5 de septiembre de 2012

Viajar en tiempos de crisis.



No está la cosa para viajes, ¿verdad? Las escapaditas de verano quedan reservadas ya para unos pocos, a pesar de que nuestro ministro canarísimo nos lance puyas con eso de que no fomentamos el turismo español, sin fijarse el amigo en que entre la subida de todo menos de los salarios, la alegría en las tasas aeropuertarias y la política de precios de nuestras –las dos, lo mismo son– queridas aerolíneas insulares nos han terminado por encerrar, aisladitos y sin poder ir a ver a la madre o al novio a la isla de enfrente. Como para viajecitos de placer estamos.

Sin embargo, por suerte tenemos y siempre hemos tenido una manera de visitar esos lugares que ansiamos sin pagar tasas absurdas, sin límite de equipaje y sin certificado de residente, no vaya a ser que carguemos calzones de más o mintamos en nuestro DNI. Y esa manera de viajar de gorrilla, casi igual que nuestro ministro, es la literatura.

Recuerdo que hace años, en una de esas semanas de fiebre y cama que me daban a veces, reencontré una novela olvidada que mi madrina me había regalado tiempo atrás y que me resistía a leer –yo es que de niño leía, si acaso, mortadelos–, por alguna manía persecutoria contra eso de los libros gordos. Se llamaba La Esfinge de los Hielos, dónde andará, y resultó ser un novelón de Julio Verne que seguía la estela de la novela inconclusa de Edgar Allan Poe La Narración de Arthur Gordon Pym. Pues ahí me vi, acompañando al narrador por toda la Antártida, aprendiendo de Amundsen y Scott y persiguiendo a una ballena.

Y a propósito de ballenas, mi primer viaje en barco lo hice a bordo del Pequod a la caza de Moby Dick. Ya conocía Barcelona antes de pisarla, gracias a La Sombra del Viento, y tras leer la trilogía Millenium de Stieg Larson casi me hago una idea de cómo moverme por Suecia. Algo parecido me pasa con París, que desde Victor Hugo a Anne Rice me han enseñado en todas sus épocas.

Londres es como mi segunda casa. La literatura victoriana casi resulta un mapa de sus calles y recovecos, que he recorrido mil veces con Sherlock Holmes o Dorian Grey, por ejemplo. Podría moverme con soltura por Transilvania, o por Suiza siguiendo los pasos del barón revividor, y recorrer el Nilo de vacaciones con Agatha Christie. Si has leído a Dan Brown, una ciudad como Roma no tendrá secretos para ti.

Pero no siempre queremos viajar por nuestro globo, quizá queremos evadirnos a lugares que no existen, dando así en las narices a todas las aerolíneas y ministros de postín. No estaría mal visitar la Tierra Media para elegir un nuevo anillo o recorrer esos siete reinos de Poniente donde por nada acabarías sin cabeza. Pero ojo porque en estos viajes sin brújula ni guía has de tener cuidado, no vaya a ser que te enamores del lugar y luego no quieras volver, y es que hoy en día casi apetece quedarse en Fantasía, ser un caballero de la Dragonlance o dejar pasar el tiempo en aquel pequeño planeta junto al Principito.

Pero en todas partes cuecen habas, como dicen. Así que igual prefiero leer para viajar a la segunda estrella a la derecha y directo hasta el amanecer que pagar tasas desorbitadas y cargar maletas cada vez más pequeñas para visitar playas asfaltadas por hoteles con impolutas licencias invisibles.