viernes, 15 de marzo de 2013

Un país de picaresca.



Cómo debe divertirse mi profesora de lengua, aquella de la que les hablé el mes pasado, al ver que nuestro país se convierte sin ningún pudor en una comedia del Siglo de Oro.

Nos movemos a diario entre crónicas que hablan de malandrines y bellacos, de pillastres de todo calado en un resurgir de las figuras literarias del XVIII que al final, visto lo visto, son las que configuran esta sociedad española tan dada, ay, a la triquiñuela. Debe estar en los genes, supongo.

Tenemos un Quijote al mando, que por no ver ni ve gigantes ni ve molinos, ni ve la prole de alfaraches y lazarillos que le crecen entre las barbas. Tenemos nobles metidos a pilluelos y hasta clérigos que actúan como legisladores, aunque sea de tapadillo. No deja de sorprender que de toda la soberbia producción de aquella época, es la picaresca y el engaño lo que nos haya quedado.

Porque hablando de figuras literarias, otros países pueden lucir a Robin Hood, que robaba a los ricos para darlo a los pobres, a Beowulf, luchando contra seres terroríficos por su pueblo, o hasta ese Rey Arturo, adalid de las causas nobles y del esfuerzo por gobernar con justicia. Aquí, bueno, aquí tenemos al Buscón de Quevedo o al Lazarillo de Tormes, y claro, con tan ilustres ejemplos es normal que nuestros mandamases hayan visto el campo abierto para sus fechorías.

De arribistas trampeadores y devotos hurtacepillos andamos sobrados, ni qué decir de sobornadores de postín, de fingidores profesionales y de artistas del donde dije digo, digo Diego. El ADN de nuestro país lo forman dos cadenas de pícaros y ladrones que de cuando en cuando se saltan un eslavón y dan cabida a un ciudadano justo.

Estoy exagerando, no me entiendan mal, aunque a ver quién al comer ficha, pudiendo contar veintiuno se pone medalla en pecho por quedarse en contar veinte. Que aquí ya nos conocemos todos y nuestro juego nacional es el mus, ése de mentir por señas.

Sin embargo estoy seguro que en algún lugar de España, quizá escondido o muy buen disimulado, hay un político más afín a libros de caballerías que de picaresca. Lo que pasa es que le debe dar vergüenza asomar la cabeza, ha de sentirse como el patito feo entre tanto cisne de cuello alto y bolsillo lleno.

Pero todo tiene un lado bueno, créanme, y ahora estamos asistiendo a un resurgir también de la importancia del lenguaje, de la semántica y de los requiebros del vocabulario. En otras palabras, cómo no decir lo que no hay que decir, y que parezca que se ha dicho algo.

Los esfuerzos de los políticos en este campo es como de triatlon intenso, no debe ser fácil escapar en cada declaración por la gatera. Y qué decir de los periódicos, intentando no pillarse los dedos al escribir lo que no pueden probar. Total, un lío divertido para disfrutar del poder mágico de las palabras.

Lo que nada tiene de divertido es el contenido. Esa conjunción espacio temporal de democracia y picaresca en la que las leyes y las palabras se utilizan para encumbrar y enriquecer a nuevos pícaros, esta vez profesionales.

La última, la de todo lo que se ha dicho es falso, salvo alguna cosa, no se le hubiera ocurrido ni a Quevedo. 


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